Hacia una nueva dramaturgia judeo-argentina: El Ciclo Mendelbaum (100% musical) de Sebastián Kirszner

Por Paula Ansaldo // Integrante del Área de Investigaciones en Artes del Espectáculo y Judeidad

Durante el siglo XVIII comienza en Europa el proceso de emancipación judía, signado por la secularización y la progresiva integración de los judíos en los diferentes Estados Nacionales que estaban en plena formación, y que llevó a que la comunidad tradicional cerrada donde la definición unitaria de la identidad judía no presentaba problema alguno, llegara a su fin. La apertura -literal y metafórica- del gueto destruyó los muros que protegían el particularismo comunitario judío, cuya misma definición se volvía a partir de ese momento objeto de enérgicos debates y decisiones. Comenzaba así un proceso de individualización de las estrategias de conformación de la propia identidad, que dejaba ya de ser trasmitida de generación en generación como algo dado .

En este contexto nace el teatro judío moderno que desde su mismo origen hace eco y expresa esta problemática por la definición de la identidad, que se volvía central en un mundo que cambiaba rápidamente y en el cual la situación y la posición de los judíos en él, se transformaba a pasos agigantados. El teatro judío nace así indisolublemente ligado a la pregunta identitaria, que en nuestro país es tomada por dramaturgos judeoargentinos tales como César Tiempo, Samuel Eichelbaum, Bernardo Graiver, Germán Rozenmacher y en nuestros días, Sebastián Kirszner.

Siendo una temática que no aparece habitualmente en la dramaturgia contemporánea, y mucho menos en la dramaturgia joven de Buenos Aires, y teniendo en cuenta que vivimos en una ciudad con una de las comunidades judías más grande del mundo fuera de Israel, cabe preguntarnos si acaso existe o puede existir hoy en día un teatro judío en nuestro país. Y especialmente, cómo definirlo en tanto que ni siquiera nos es posible determinar en qué consiste lo judío en sí, puesto que la concepción misma de judaísmo ha estallado en mil pedazos.

Como investigadora teatral y como joven judía, desde hace ya tiempo que añoro ver la pregunta por la judeidad nuevamente reflejada en la dramaturgia porteña actual. Se dirá que en los últimos años no fueron pocos los espectáculos de temática judía que aparecieron en la cartelera porteña: Zeide Shike (2010) de Perla Lakse y Diego Lichtensztein, Los Kaplan (2012) de Eva Halac, El libro de Ruth (2003) de Mario Diament o los muchos espectáculos presentados en el Auditorio Ben Ami, entre otros. Pero a mí entender, no es hasta la llegada de El Ciclo Mendelbaum (100% musical) de Sebastián Kirszner que la problemática es realmente abordada como pregunta en términos de la nueva generación de judíos argentinos. Esto se debe a que se trata de una obra que busca correrse del lugar de la nostalgia y darle la espalda a la postura que reverencia el pasado, y que suele primar en los espectáculos de este tipo. Porque si los dramaturgos que escribieron obras de temática judía en los últimos años, buscaban entender la historia de sus abuelos (Zeide Shike) o de sus padres (El libro de Ruth) para comprender a esos inmigrantes que llegaron al país y que vivieron desgarrados entre su pasado y su presente, la nueva generación se pregunta qué hacer con esa historia que es a la vez propia y ajena, suya y de otro. Y en este sentido, se rehúsa a aceptar un relato cerrado de ese pasado heredado, y busca por el contrario, inventar nuevas formas para redefinir su relación con él.

En El Ciclo Mendelbaum esto puede verse en la decisión, tanto en la música y las coreografías, como en los personajes del zeide y la bobe, de no representar lo judío desde el cliché o el lugar común. Sino presentar en cambio un signo judío que aparece encriptado e hibridado en el lenguaje, transformado y reinventado en su combinación con elementos que vienen de otros mundos y que forman parte también de la construcción identitaria de la nueva generación. De esta forma, los sonidos del klezmer y el uso de escalas que provienen indudablemente de la tradición musical judía, se enriquecen al combinarse con ritmos actuales como la cumbia o el reggae; y los movimientos del rikudim y los bailes folklóricos, se intercalan con pasos que remiten al hip hop o al reggaetón. Por lo que en lugar de recurrir a canciones emblemáticas de la tradición popular judía -como sí sucede por ejemplo en la obra musical Zeide Shike, que busca tocar con esto el nervio nostálgico del público- el espectáculo crea nueva formas musicales que se apropian de elementos heredados, pero dándoles un nuevo significado al situarlos en un nuevo contexto. Esto puede verse también en la decisión de trabajar con un elenco formado completamente por actores no-judíos. La obra plantea así un debate sobre lo judío en términos de lenguaje, en tanto no presenta elementos de la tradición en estado puro (de los cuales nadie podría dudar si son judíos o no), sino que amplía el horizonte de posibilidades al tomar riesgos en torno de cómo representar lo judío en el teatro.

Asimismo, la obra retoma la problemática del choque generacional, que atraviesa la producción de prácticamente todos los dramaturgos que abordan temáticas judías y que aparece en obras emblemáticas tales como Pan Criollo de César Tiempo, El hijo del rabino de Bernardo Graiver y Réquiem para un viernes a la noche de Germán Rozenmacher. Al igual que esos personajes que se rebelaban contra el mandato paterno y contra la imposición de una definición dada del ser judío y de cómo vivir acorde a ello, en la obra de Sebastián Kirszner es la generación de los jóvenes -Tití y el toro- quienes intentarán romper con el ciclo de repeticiones en el que está atrapada la familia Mendelbaum.

Y si bien se trata de una problemática universal –lo cual permite que la obra le hable a todo tipo de público- en el caso del judío el peso de la tradición suele ser vivida como algo tan fuerte que plantea la pregunta ineludible sobre qué hacer con aquello que se hereda, y donde aún el gesto de rechazar esa herencia es necesariamente fruto de una decisión consciente. Es por eso que, al igual que la madre muerta que aparece en la casa de su hijo en Volvió una noche de Eduardo Rovner, la presencia de los muertos es en la obra constante: el zeide está siempre en escena, ya sea en el cuadro, en el ataúd o tocando el bajo, en tanto que el diálogo con el pasado es para el judío inevitable.

Pero si hace 50 años la herejía y la ruptura con lo heredado consistía en casarse con un no judío, en la actualidad Kirszner elige la arriesgada opción de introducir a un hijo toro que funciona como metáfora del hijo diferente, que no puede ni quiere ser un igual. De esta forma, la obra se interroga sobre cómo ser diferente sin dejar de ser parte. O mejor dicho: sobre cómo seguir siendo parte, cómo reconciliarse con la familia y con la identidad, sosteniendo a la vez la propia diferencia. Y es en este sentido que la obra conecta con la pregunta siempre presente en la dramaturgia judeoargentina: ¿Cómo ser judío sin serlo del todo? ¿Cómo ser judío diferentemente? ¿Cómo escapar de los mandatos familiares pero seguir siendo, aun así, un Mendelbaum?

La pregunta no se responde, ni se cierra el sentido, en tanto la obra se sitúa en la línea de un “teatro de estimulación” (Dubatti) que no tiene un fin pedagógico a la manera del teatro como escuela para adultos, sino que plantea preguntas, interrogantes y emociones que buscan crear mundo en el espectador. Es por esto que la muerte del toro, que implica el triunfo de las apariencias y del statu quo que sostiene a la familia judía argentina, clausura la posibilidad de dar una respuesta en términos escénicos, por lo que el interrogante debe ser respondido por el espectador en un acto de subjetivación personal.

De esta forma, el gesto de Sebastián Kirszner de apropiarse de una temática tan representada en el teatro judeoargentino, y ponerla en tensión y en diálogo con las problemáticas de la sociedad argentina actual, revitaliza la polémica y el debate en torno a lo judío. Y muestra que el judaísmo puede dejar de ser un peso -una dura carga de la que las nuevas generaciones prefieren desembarazarse- cuando no se hereda, sino que se conquista, en tanto permite que nos lo adueñemos en nuestros propios términos.