Por Markel Hernández Pérez // Universidad de Granada. Departamento de Literatura Española en Hispanoamérica
Cuando uno entra a Más allá de la muerte, de Sonia Novello, se descubre, no en una sala de tatro, sino en un jardín. Los tres actores, Osqui Ferrero, Alejandro Vizzotti y la propia autora, se encuentran tumbados en el césped, contemplando el cielo, respirando profundamente, dormidos quizás. La obra nos solicita un código: el de la lentitud. Atrás deben quedar las prisas del ritmo de la ciudad, aquí hemos venido a escuchar la naturaleza y la hierba crecer. Es en ese estado de plenitud natural donde los personajes se nos presentan en soliloquios que nos revelan las luces y sombras de sus vidas.
Arminda perdió a su hijo hace un tiempo, tiene a todos los perros que acompañaron a su familia enterrados en el jardín y escribe cuentos infantiles. Rodeada de tanta muerte, se siente preparada para la siguiente, la de su marido Axel, un antiguo profesor de filosofía y amante de la poesía. No se nos revela la causa, como si la muerte estuviera presente en todos nosotros y de un momento a otro pudiera ocurrir. El matrimonio conoce a James, un joven carnicero huérfano de madre y ornitólogo aficionado. Es él quien les anima a escuchar el canto de los pájaros de su jardín y conocer sus nombres. Entre ellos se establece un lazo tan puro como las plantas que brotan en el jardín. Una madre sin hijo, un hijo sin madre; una esposa a punto de enviudar, un hombre que desea abandonar la vida en soledad sin no dañar a su mujer.
Pero la autora lleva la pieza escénica más allá, ya que juega a quebrar la linealidad realista y, cuando es menos esperado, lo real se mezcla con el sueño y afloran los deseos interiores de Arminda. Así, la descubrimos acunando a James como si fuera su hijo, leyéndole sus relatos, o bailando con él cuando la música de los pájaros deviene música electrónica. Es difícil no empatizar con ella cuando se sabe que tarde o temprano se enfrentará a la pérdida de su marido, pero aún con todo, Arminda es capaz de bailar.
La obra, que puede verse los domingos en el teatro Anfitrión a las 18h., no es una crítica al aceleracionismo, sino una invitación a la quietud, a dejar la puerta abierta para que la vida inunde nuestras casas. Cada vez quedan menos criaturas, dice Arminda, y nombra todas las aves autóctonas que pasan desapercibidas por su levedad. Nombres que están siendo olvidados, como leves son las pisadas de quien baila en el jardín.