Sobre “Como si pasara un tren” de Lorena Romanín y sus diferencias con “La omisión de la familia Coleman”

Por Jorge Dubatti // Director del Instituto de Artes del Espectáculo

 

Contra lo que dicen muchos espectadores y críticos, la presencia en el teatro argentino del tópico de la familia “disfuncional” –esto es, la familia con fuertes conflictos internos, con estructura de desequilibrio, violencia y falta de contención, en sus vertientes parricida, filicida o en su retrato perverso polimorfo- no es un invento de Claudio Tolcachir, el autor de la excelente La omisión de la familia Coleman, que a doce años de su estreno cada día funciona mejor. En realidad la familia disfuncional es una constante de lo mejor de la escena nacional e internacional. Una constante temática con infinitas variaciones formales y de sentido.

 

En el teatro argentino cuenta, a través de las décadas, con exponentes notables, por solo nombrar algunos: En familia (1905) de Florencio Sánchez, Relojero (1934) de Armando Discépolo, El viejo se ha vuelto loco (1943) de Alberto Vacarezza, Esperando la carroza (1962) del rumano-uruguayo-argentino Jacobo Langsner, El desatino (1965) de Griselda Gambaro, Telarañas (1977) de Eduardo Pavlovsky, La familia argentina (1990) de Alberto Ure, La escala humana (2001) de Javier Daulte, Rafael Spregelburd y Alejandro Tantanian, incluso Terrenal (2014) de Mauricio Kartun... En el panorama internacional, ni hablar: El padre del sueco August Strindberg, Los Cenci del francés Antonin Artaud, El zoo de cristal del norteamericano Tennessee Williams, Album de familia del brasileño Nelson Rodrigues, Mi hijo camina un poco más lento del croata Ivor Martinic. ¿Las familias disfuncionales no están ya, a su manera, en las tragedias griegas, en las obras isabelinas, en las comedias de Molière? La familia disfuncional puede aparecer bajo las poéticas teatrales más diferentes, y no constituye un “género” fijo, menos aún una “fórmula” a repetir, ni es algo específico del siglo XXI. Cada época se la reapropia y le otorga un nuevo sentido. Es una tendencia recurrente del sistema de representación, acaso porque posee una dimensión metafórica potente (la familia como clan o secta, como sociedad, como país, como universo, como tribu, como frontera entre endogrupo y exogrupo, etc.) y porque promueve muy fácilmente la identificación. Hay valiosas reflexiones, al respecto, en el ensayo de Stella Martini “La familia que la dramaturgia argentina puso en escena” (Cuadernos de Investigación Teatral del San Martín, N° 2, 1993), para pensar versiones, reversiones, subversiones de las imágenes familiares. 

Ahora bien, decir que algunas obras argentinas de los últimos diez años (por ejemplo, la citada La omisión de la familia Coleman, junto a La de Vicente López de Julio Chávez, El loco y la camisa de Nelson Valente, Como si pasara un tren de Lorena Romanín, Una tragedia argentina de Daniel Dalmaroni, El ciclo Mendelbaum de Sebastián Kirszner, Comer de noche de Lorenzo Quinteros y Romina Moretto, Asuntos pendientes de Eduardo Pavlovsky, Cómo estar juntos de Diego Manso, Claveles rojos de Luis Agustoni, Más respeto que soy tu madre de Hernán Casciari y Antonio Gasalla, La denuncia de Rafael Bruza y muchas más) responden a un mismo patrón por el hecho de que toman el tópico de la familia disfuncional, es generalizar demasiado, no percibir diferencias, no leer variaciones. Un espejismo, una proyección de la propia limitación del espectador sobre un campo de riqueza y diversidad que debería sopesarse con más cuidado. La familia es una constante, pero con tratamientos ilimitados. Es bueno disponerse a advertir esa multiplicidad. 

Detengámonos en un caso. ¿Qué diferencias pueden encontrarse entre La omisión de la familia Coleman de Tolcachir y Como si pasara un tren de Lorena Romanín respecto de la variación del tópico familiar? Vale decir que ésta última, excelente acontecimiento escénico, atraviesa ya su segunda temporada, y está haciendo cinco funciones semanales a sala llena (en el Camarín de las Musas, en una sala de unas 80 butacas), hecho poco frecuente en el teatro independiente. Excelentes los trabajos actorales de Silvia Villazur, Luciana Grasso y Guido Botto Fiora. 

Lorena Romanín imagina un hogar de provincia, en una ciudad con resabios rurales (podría ser Mercedes, en la Provincia de Buenos Aires, entre la vida urbana y el campo, entre la gran ciudad y el pueblo) habitado por una madre y un hijo veinteañero con retraso madurativo. El padre los ha abandonado y no quiere saber nada de ellos. La madre está llena de miedos y es, con todo su amor y su evidente buena voluntad, terriblemente posesiva y vigilante del hijo, y éste tiene escasa vida social, se la pasa encerrado en la casa permanentemente, o casi, con su tren de juguete y la televisión. De pronto viene a visitarlos, obligada por el castigo materno, una sobrina, proveniente de la ciudad de Buenos Aires. La joven, universitaria, inteligente, sincronizada con la nueva cultura, de aproximadamente la misma edad que su primo, estará en casa de la tía unos pocos días que bastarán para cambiarles la vida a los tres. Durante buena parte de la obra se percibe una acentuada inminencia de violencia (tememos que el muchacho descontrolado agreda a la prima, o que algo le pase cuando comienza a permitirse las primeras libertades sin la vigilancia de la madre). Sin embargo, la historia se resuelve positivamente, a la manera de la comedia. Coleman es una tragedia, la tragedia de la disolución familiar, de la diáspora y de la enfermedad sin retorno; por el contrario, Como si pasara un tren es una comedia dramática con un desenlace optimista, esperanzador. 

Pero además Como si pasara un tren trata el tema de la diferencia generacional desde otro punto de vista: plantea la caída de la figura de autoridad, es decir, la ruptura en la cadena de transmisión de experiencia de una generación a otra, sostiene que los saberes de los padres no le sirven a los hijos para moverse en su propio mundo. El hijo enfermo es, en Como si pasara un tren, no el estudio de un caso clínico ni el registro conmovedor de una enfermedad terminal, sino una profunda metáfora del hijo como otredad, como opacidad y diferencia, desde el punto de vista de la generación de los padres. Un hijo “enfermo” defrauda la expectativa de que sea “normal” como los padres, éstos no pueden esperar que el hijo cumpla con sus mandatos. Para los adultos retratados por Romanín los hijos (por extensión, los jóvenes) no atienden la experiencia de los padres y elaboran un sistema existencial paralelo y autosuficiente, distante, extraño: les hablamos para transmitirles nuestra sabiduría y es “como si pasara un tren”, no escuchan. No parecen reconocer nuestra sabiduría, son indiferentes a esos saberes. Justamente la última escena, conmovedora, muestra el alivio de la madre, que empieza a entender que puede liberarse de la presión de controlar a su hijo y, especialmente, de la expectativa imposible de que su hijo sea igual a ella o a los saberes de su generación a pesar de todo. Frente a la caída del discurso de autoridad, frente a la imposibilidad de proyectar en el incomprensible mundo de los jóvenes nuestro propio mundo, hay que soltar, relajarse, aflojar la desesperación y aceptar que podemos vivir en mundos diferentes y dialogar desde esos mundos. No se trata, como en el caso del padre abandónico, de rechazar al hijo y desear no verlo nunca más. Se trata de estar disponible para el diálogo desde la diferencia. Como si pasara un tren trabaja sobre una tercera vía de relación de los hijos con los padres: ni adhesión ni rechazo, simplemente convivencia comprensiva y amante en la diferencia. ¿Está esto en Coleman? Por supuesto que no. En Coleman, por otra parte, el retraso madurativo no sólo es del hijo sino también de la madre. 

Romanín trabaja una doble articulación entre endogrupo y exogrupo. Por un lado, la imagen del “visitante” (un pattern de raíz bíblica) proveniente del exogrupo que la familia deja entrar en el endogrupo (la sobrina o prima que viene con el mensaje del “afuera”). Por otro, la necesidad del viaje (la hermosa escena del viaje en tren) como forma de salir del endogrupo hacia el mundo. Doble movimiento: dejar entrar el mundo a la casa, salir al mundo.

La visita y el viaje se relacionan, a su vez, con el tópico de la oposición entre la realidad y el deseo. ¿Es tan cierto lo que dice la madre, que la vida es una frustración permanente, que la realidad se encarga de aplastar toda expectativa, todo sueño? O la causalidad es inversa: ¿los golpes de la vida, las neurosis, la asfixia lúdica de la adultez van amputando la capacidad de desear? 

En Como si pasara un tren primo y prima son muy diferentes, pero al mismo tiempo muy parecidos: tienen, a pesar de pertenecer a contextos diversos, un lenguaje común, se entienden rápidamente, comparten modelos y gustos, están conectados a distancia por vasos comunicantes que los adultos no poseen. Romanín acierta al señalar la presencia de la norteamericanización y la globalización en la cultura de los jóvenes argentinos de diversos contextos (una constante que aparece marcadamente en el teatro actual).

Hay quien ha despreciado este tipo de teatro “familiar” llamándolo “teatro de living”. ¿Acaso la mitad de Coleman no transcurre en una clínica? ¿Y qué pasa con el viaje en Como si pasara un tren? El pensamiento esclerosado en cliché no es más que prejuicio. Crítica a la que le hace falta más ejercicio autocrítico. 

Más allá del tópico en variación de la familia, Como si pasara un tren es muy distinta a Coleman. Apreciar el arte es detenerse en “el detalle del detalle del detalle”, como dice Peter Brook, es decir, no borrar las singularidades. Advertirlas, calibrarlas, disfrutarlas, otorgarles su sentido. En lo que coinciden Coleman y Como si pasara un tren, sin duda, es en que se trata de acontecimientos teatrales excepcionales, puro y desbordante práctica de teatralidad. Muy buen teatro.